Las vicisitudes del fuego | Molino Informativo

Las vicisitudes del fuego

by | May 10, 2024 | Colaboraciones especiales

ENERO

Sol. El viento levanta las hojas del suelo. Brasas, ramas secas, calor. Nace una llama, crece la hoguera. El fuego involuntario se mueve a través de los árboles mientras exhala bocanadas de humo. Calor, calor, calor. Al fuego le gusta andar a campo traviesa, se extiende arrogante y libre por la montaña, desea que el humo toque las copas de los pinos.

El Parque Nacional Natural El Tuparro, en llamas. 

El Páramo de Berlín, en llamas. 

Los Cerros Orientales, en llamas. 

Crece el fuego, el calor lo alienta a crecer; camina con la certeza de que el bosque es su hogar. En su avance expulsa decenas de animales hacia la ciudad en busca de sombra. El horizonte es humo y brasas. 

Cientos de manos entran a los cerros con litros de agua, sufren al ver la montaña arder; nadie advirtió que un día el fuego se volvería paisaje. Humo en la ventana, al final de la calle, al doblar la esquina, en las pantallas y en las portadas de los periódicos. Los Cerros Orientales bordean Bogotá, indican el norte, el sur y la puesta del sol. Sabíamos que gracias a ellos estábamos más cerca de las estrellas, hoy señalan la muerte.  

Con el paso de los días aparecen inesperadas solidaridades pidiendo ayuda para los árboles, los animales y las flores. Algunas dejan cántaros de agua en las ventanas y otras abren sus palmas para que los pájaros puedan beber. El sonido del agua es remanso en tiempos de calor. Las manos se trenzan para apagar el fuego y lo logran. No hay humo, no hay brasa, no hay verde. Hay filas de pinos calcinados. 

Fotografía de Sara Bautista


FEBRERO

Cielo despejado, sol intenso, calor seco. Montoncitos de ramas apiladas en el campo dispuestas para ser quemadas, un rito de iniciación que da la bienvenida a la temporada de cosecha. Hectáreas de ceniza remarcan las formas afantasmadas de las cosas que han desaparecido. Nos enseñaron que un campo calcinado es terreno fértil, aunque la tierra seca no permita abrir los ojos. Se queman Oaxaca, Veracruz, Michoacán, Chiapas y Morelos. Cada año, México se entrega al fuego. 

No es fácil ver el horizonte en Ciudad de México, se esconde entre la bruma de las fábricas y los coches. Lejos de la montaña, cerca del combustible: el paradigma moderno de una ciudad que se esparció sin misericordia ante la mirada de los volcanes. De enero a mayo el paisaje se tiñe de amarillos y el agua se esconde de nosotros. 

A veces olvidamos al Popocatépetl, con su corazón de fuego y su beso de hielo, porque permanece detrás de la capa gris que cubre la ciudad. Sin embargo, el aire trae su perfume. El olor a azufre con ceniza nos recuerda que esta es su casa y nosotros somos huéspedes. Siglo tras siglo, la ciudad le teme al volcán.  

Crece el fuego ante nuestros ojos. Se queman Oaxaca, Veracruz, Chiapas, Michoacán y Morelos. Cada año, el agua se esconde un poco más. El Popocatépetl inhala fuego y exhala calor. El volcán ruge. El fuego también es semilla en la tierra. 

MARZO 

Reyna duerme, estamos sentadas a su alrededor intentando no hacer ruido, hasta que un movimiento en falso la despierta. El cuerpo enfermo irradia el fuego de su sonrisa. Ella es la lumbre que calienta el tránsito hacia la muerte, la vela que se consume mientras honramos su fulgor. Su flama es baja, débil y la cuidamos del viento frío para que se consuma a su propio ritmo. 

Manos amigas revolotean junto a su cama para calentarle la espalda y los pies. A veces pide un masaje, otras una cobija extra o un chile que le avive el gusto por la comida; quienes la cuidan le ofrendamos calor de hogar. Para Reyna sus amigas son lluvia en tiempos de incendio forestal. Al encender una vela sabemos que se va a consumir por completo, aún así insistimos inútilmente en huir de la muerte. 

Reyna Pérez fue llama olímpica, fogata en la noche, antorcha en mano firme y júbilo de volcán. Tras su muerte, el fuego no sólo honra su paso por el mundo, sino que también la convierte en semilla. Brilla en el horizonte su espíritu indomable. 

Fotografía de Sara Bautista


ABRIL

Mientras escribo pienso en Stephanie, una gran amiga que lleva años moviéndose en el bosque al compás de sus zapatillas. La imagino con el pelo desarreglado, cansada y sonriente recorriendo las montañas gallegas. Los cerros mantienen su fuego encendido. Me gusta pensar que su andar también le da vida a la montaña como una danza que nace libre alrededor de la hoguera. Quiero creer que cuando el corazón de mi amiga resuena fuerte, la montaña la escucha plácida. Imagino que son antorchas iluminando el sendero de otros peregrinos. El fuego nace de un abrazo, su calor es remanso en época de lluvia.  

Hay fuegos que no podemos dejar de mirar, permanecemos inmóviles ante ellos deseando inventar palabras para nombrar su belleza.