Por Marco Castillo
Hoy me dispuse a escribir esta columna y me puse a revisar noticias, actividades y trabajos recientes sobre migración, Derechos Humanos, violencia y Justicia Social en Puebla, México y Estados Unidos. El resultado me abrumó, mi cabeza se salió de órbita y se fue a buscar la piedra angular de la vida “moderna”. Usted disculpe. Aquí voy:
Puedo ocupar estas líneas para hablar sobre el infierno que pasan los solicitantes de refugio de Centroamérica y Haití para llegar, solicitar protección, permanecer, integrarse o re-emigrar en México, y cómo hasta ahora el Gobierno de México les ha dado la espalda.
O para hablar de los esfuerzos de los migrantes indígenas en Nueva York para librar diez mil obstáculos para acceder a las mismas oportunidades que los demás residentes de esta Ciudad. O del poder de las empresas productoras de armas para librarse de toda forma de control para seguir vendiendo armas a diestra y siniestra, a gobiernos, criminales y gobiernos criminales.
O de los mil obstáculos físicos y culturales estructurales de las mujeres en lucha por sus derechos elementales. O del fraude que se avecina para nuestros hermanos y hermanas en Honduras y cómo luego vamos a estarnos preguntando por qué sale la gente de allá. O de la terrible expansión de la policía militarizada en la región.
Pero frente a la posibilidad de tener que elegir una crisis, prefiero preguntarme/preguntarle, querido lector: ¿En dónde comienza el sentido de la corresponsabilidad con lo que sucede en nuestro entorno? ¿Cuándo comenzamos a romper los silencios y los pactos que nos hacen dejar solos y solas al otro, a la otra?
Yo me respondo con dos hipótesis: 1) hasta que la tragedia nos alcanza comenzamos a movilizarnos y 2) Cuando la información nos empodera y existen redes de apoyo que nos ayudan a perder el miedo a la reacción de nuestro entorno inmediato. La primera es la más común y una regla básica de sobrevivencia. La segunda implica esfuerzos, rupturas y, muchas veces, privilegios.
Tal vez estas respuestas le parezcan erradas o insuficientes, pero lo que sí es un hecho es que la migración, la violencia contra las mujeres, la discriminación racial, la militarización de la policía y el aumento de homicidios por arma de fuego son algunas de las principales realidades que impactan cada vez a más personas en Latinoamérica y Estados Unidos, que impactan lo mismo a los pueblos originarios que a las clases medias urbanas y que si no hay respuestas articuladas de la sociedad, mañana nos toca a cualquier persona, por más pequeña, tradicional, trabajador y moral que sea.
Ni la “fuerza moral” del Gobierno Federal de México, ni el trauma del trumpismo en los Estados Unidos han podido detener el crecimiento de la violencia, ni han podido limitar la producción ni comercio de armas, ni reimaginar la respuesta al asunto migratorio, ni detener la violencia contra las mujeres. Pareciera que en el 2021, es una lucha de los promotores de la violencia contra todas las demás personas.
Es claro que estos asuntos graves y urgentes de resolver requieren respuestas ciudadanas, no sólo gubernamentales. Implican cambios políticos, legales y de fortalecer a un sistema y sus mecanismos de justicia. Pero también de cambiar actitudes. De desafiar para enriquecer nuestra cultura. De transformar nuestras relaciones.
Para salir de esta crisis de intolerancia, miedo y violencia, una charla familiar puede ser tan trasnformadora como un discurso en una Plaza Pública; desafiar y cuestionar la práctica violenta de un amigo puede ser tan poderoso como provocar la renuncia de un funcionario y sumarnos a espacios de diálogo, articulación y movilización es tan poderoso como una reunión de banqueros en el último piso del edifico más alto de la ciudad.
¿Empezamos?